CUENTO: EL VIEJITO DE LOS CHOCOLATES


Tomada de: eternoviajerodelyoga.blogspot.com



IX

A la mañana siguiente, desperté y en la sala estaban unos policías, como esos que salen en las películas de acción. Ya yo sabía qué querían y que no podía decir nada del abuelo, algo malo estaba por sucederle a él o a mí o a los dos. Uno de los policías me hizo preguntas que en aquel momento creía inofensivas y me calmaron un poco… No vi mala intención en las preguntas del hombre. Le conté todo y le juré que le decía la verdad.

Los señores salieron, mi mamá me hizo señas para que me fuera a mi cuarto y así lo hice… Miré por la ventana y uno de los policías llevaba agarrado por una mano al viejito y lo montó en una patrulla…

Después me enteré del error que cometí.

Por mi culpa, metieron preso al vecino que cambió mi vida. Por mi culpa, las hijas del abuelo pasaron a vivir sin su papá, como yo vivía con los míos. Por mi culpa, todos en el barrio hablaban solo de mí y de lo que hacía con el abuelo. Por mi culpa, se burlaban de mis papás en todas partes. Por mi culpa, Gabrielito, un niño que un día me dijo que quería ser mi novio, me cortó la comunicación. Por mi culpa, mis papás tuvieron que cambiarme de colegio, yo amaba en el que estaba. Por mi culpa, debimos mudarnos de barrio... Por mi culpa, más nunca comí de esos chocolates sabrosísimos.

Y hoy soy consciente de que esas cosas hay que callárselas, debí ser reservada… Cuánta falta me hacen los chocolates, más nunca volví a comer de aquellos. Eran deliciosos, aún hoy se me hace agua la boca. Baba… Y cuánta falta me hace el abuelo.

VIII

Ya yo no veía nada malo en lo que hacía con mi vecino. De hecho, no pensé que lo fuera, porque mi papá era su amigo y hablaba muy bien de él. Confianza. Así que un domingo, que nunca voy a olvidar, decidí contarles, a la hora del almuerzo, todo lo que pasaba en la casa de al lado. Ya me tenían harta sus insistentes preguntas y mis respuestas de mentira.

Después de oírme, se quedaron callados. Mi papá después golpeó la mesa y salió furioso a la calle, con mi mamá llorando detrás. Allí supe que hice mal y sabía lo que se venía. Escuché a lo lejos el grito de mi papá, un vaso (o una taza, no sé) quebrándose y, más atrás, otro grito de mi mamá. Yo me fui a llorar a mi cuarto; me encerré, con miedo, esperando que mi papá regresara para pegarme.

VII

   Ahora los dulces no serán siempre, ¿ok? –llegó a decirme una vez, mientras me estrujaba entre las piernas y se metía la otra mano en el bolsillo, como rascándose-

Volvieron los suecos y hasta me dio unos eslovenos (no sé de dónde eran esos), pero muy poquiticos, eran como uno cada quince días. Llegaron a aburrirme las fugas adonde él. Pero igual iba, no quería quedar como ingrata, interesada. Y siempre era lo mismo: entrepiernas, piernas, brazos, nalgas, un poquito más adentro cada vez… Él y yo, en la soledad silenciosa de su cuarto. Clandestina.

VI

Un día mis papás comenzaron a notar que algo extraño ocurría conmigo y con él.

   Es que su hija es mi mejor amiga -le dije a mi mamá, que me quedaba viendo con los ojos aguados- y le gusta que yo vaya para allá. Lo juro.
   ¿Y no es Elena?
   No sé, a ella más nunca le hablé, creo que ahora tiene nuevas amigas.

Pero fui yo quien pasó a tener un nuevo amigo, un cómplice de mi vicio.

Un día el viejito comenzó a darme chocolates igualitos a los que yo veía en cualquier quiosco cuando mi mamá me llevaba al colegio. Le pregunté por qué me estaba dando de eso, qué había pasado con aquellos chocolates raros que traía de esos sitios adonde él o su esposa viajaban y que eran mi perdición (así mismo se lo decía). “Esos se acabaron, pero come estos, que son mejores”, me invitaba convincente.

Mi mamá me enseñó también desde pequeña que a caballo regalado, no se le mira el colmillo. Yo, practicante de mis valores, no le decía nada al viejo, pues tampoco quería quedar como una malagradecida… Ya bastante hacía él con darme esas deliciosuras.

V

Pasaron los días y el horror de aquella tarde-noche se me fue pasando también poco a poco. El abuelo seguía invitándome a su casa y regalándome chocolates. Aunque más nunca lo vi como aquella primera vez, siempre que iba me tocaba y acariciaba las crinejitas. Y entrepiernas y pecho y, a veces, nalgas. Y él también se tocaba por la entrepierna, lanzándome besitos, con cara de contento, pero, a la vez, como de malo. A veces me asustaba.

Los chocolates que me daba eran cada vez más sabrosos. Los belgas, llegó a cambiarlos por unos que me dijo que los compró su esposa en Francia y después me dio unos suizos (que llegaron a ser mis favoritos)…

Poco a poco fui perdiendo la desconfianza y comencé a tocarlo a él: entrepiernas, pecho. Me explicaba que las niñas no les tocaban las nalgas a los hombres, por eso yo no lo hacía con él. Él daba las instrucciones y yo seguía.

15 centímetros y cada vez eran más grandes. Eran chocolates enormes y todos eran para mí. Yo, por eso, llegué a amar al abuelo. Su casa, su cuarto. Los belgas, los de Francia y después otros, que me dijo que eran de Estados Unidos, de los que comía Gothel… Llegué a vivir solo por ir a ese sitio.

IV

Cuando llegué a la casa, mis papás ya habían llegado. Estaban bravos y mi papá, con cara roja de la rabia, me preguntó adónde me había ido. Le contesté, escondiendo los chocolates y aguantando las ganas de llorar, que fui adonde Elena, mi mejor amiga, porque a una de sus muñecas se le había partido un pie. Se lo juré.

   ¡Una niña de 9 años no puede salir sin el permiso de su papá o de su mamá, coño! –gritó- ¡Vete ya al cuarto, muchacha! ¡Y de ahí no sales, porque estás castigada!

Fui corriendo a mi cuarto y rompí a llorar, mi papá nunca me había hablado así. Nunca me había castigado. Me lancé en la cama.

Aquella imagen del abuelo así, se quedó clavada en mi mente, como una espinita de tuna y no la podía sacar. Qué dirían mis amigas si les contaba: iban a burlarse de mí.

Esa noche no cené, mi papá no me dejó. Pero con los dos chocolates que me había traído, calmé el hambre. Boté los papelitos en la poceta para que no me descubrieran, me eché en la cama con los ojos pelados y la conciencia mala. No pude dormir.

Quería chocolate. Lo juro, solo quería chocolate.

III

Quedé paralizada, con los ojos aguados. Por primera vez veía a un hombre así. Él me miraba sonriente y me hacía señas para que me acercara. Yo seguía inmóvil, el pecho me temblaba, como si se me fuera a abrir del susto. Él se acercaba poco a poco. Con una mano agarraba la caja y con la otra, una cosita que casi se le caía de la entrepierna. Comenzó a tocarme el pecho, entre las piernas y me preguntaba si me gustaba. Yo no sabía qué responderle. Lo único que me impedía salir corriendo eran los chocolates. Lo juro, eran solo los chocolates.

El abuelo dijo, con voz muy autoritaria, que no le contara a nadie, que si alguien llegaba a saber eso, los chocolates belgas (así los llamaba) no serían más para mí.

Y callé. Me dio dos chocolates y me dijo que ya era tarde, que un próximo día conversábamos. Salí corriendo de ese cuarto, del tiro tumbé una lámpara de una de las mesas de la sala, abrí la puerta después de forcejear un rato y salí, bañada en sudor, hecha pánico.

II

Llegué, toqué la puerta y él abrió. Me saludó sonriente, me dio un beso en el cachete y me dijo que esperara en el sofá, que él iba a buscar los chocolates. Me senté contenta, sonriente, explorando la bonita sala, era como un palacio de cuento de hadas. Me recibió un bello tapete, de los que mi mamá decía que eran de anudado en telar vertical, horizontal o algo así. Había lámparas de arte country de todos los colores y por todas partes y sobresalían los colores rosado, anaranjado y amarillo: se notaba que las hijas del abuelo sí eran consentidas en ese sitio. Los muebles eran muy cómodos o, por lo menos, así era en el que yo me senté.

Nunca había visto una pantalla de televisión tan grande en mi vida: era un plasma. Creo que así lo llamaba mi papá o, por lo menos, ese era el que él se moría por tener en la casa. Tenía sintonizado el canal de comiquitas, me pareció extraño que un viejito de esa edad viera comiquitas. Estaban dando mi película favorita: Enredados. Contenta y muy a gusto, me senté, tomé el control y comencé a cambiar los canales. Eran muchos, muchos, muchos. No sabía que podía haber tantos canales en un solo televisor.

Me entretuve y cuando vi la ventana, me di cuenta de que estaba anocheciendo. Ya hasta me había olvidado de lo que iba a hacer yo allá y del abuelo. Él no volvió más adonde yo estaba. Me asusté, no solo por verme sola en aquel sitio, sino porque ya era hora de que mis papás estuvieran en casa y estaba casi segura de que me iban a castigar por haber salido sin su permiso.

   ¡¿Qué se hizo, abuelo?! –le grité-
   Aquí estoy, ven a ayudarme, que no alcanzo la caja –gritó él, con voz de quien hacía fuerza-.

Me sorprendió que respondiera tan rápido y salí corriendo al cuarto desde donde salía la voz. Allí estaba él, completamente desnudo y con la caja en las manos.

I

Mis papás solían salir en las tardes, a eso de las cinco o seis… A trotar; a pasear a Bufón, el perro; a ver el atardecer; a hablar… Qué sé yo… Salían y me dejaban sola, jugando con mis muñecas y mis vestidos, viendo televisión, bañándome, hablando por teléfono con Gabrielito o lo que sea que me gustara hacer. No desconfiaban, pues desde pequeña he sido juiciosa y consciente de cuándo corro peligro.

Una tarde, después de unos minutos de mis papás haber salido, el vecino de al lado tocó la puerta de la casa. Como lo conocía y era de confianza, le abrí. “Hola, princesita, ¿cómo estás?”, me saludó. No le respondí, solo quedé viendo la hermosa cajita que traía en las manos: unos bombones, que después supe eran originales de Bélgica. Decían Godiva o Govida, algo así. Me dio de probar uno, me encantó, pues siempre he sido, más que fanática, adicta al chocolate. Y después de eso, me volví mucho más adicta… dependiente.

El vecino, a quienes mis amigas y yo llamábamos “el abuelo”, por cariño, me dijo que sabía que me encantaban esos dulces y que se llevaría la caja para su casa, que allí estarían para que los comiera cuando quisiera. Y se fue. Yo, sin pensarlo dos veces, corrí a mi cuarto, apagué el televisor, guardé mis muñecas, me cambié de vestido, arreglé un poco todo para que mis papás no se molestaran y salí corriendo a casa del abuelo… Era inocente de que esos chocolates cambiarían mi vida.


Nota: Esta es una versión libre de un caso de la vida real.

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