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Tomada de: eternoviajerodelyoga.blogspot.com |
Por: @PedroDeMendonca
IX
A la mañana
siguiente, desperté y en la sala estaban unos policías, como esos que salen en
las películas de acción. Ya yo sabía qué querían y que no podía decir nada del
abuelo, algo malo estaba por sucederle a él o a mí o a los dos. Uno de los
policías me hizo preguntas que en aquel momento creía inofensivas y me calmaron
un poco… No vi mala intención en las preguntas del hombre. Le conté todo y le
juré que le decía la verdad.
Los señores
salieron, mi mamá me hizo señas para que me fuera a mi cuarto y así lo hice…
Miré por la ventana y uno de los policías llevaba agarrado por una mano al
viejito y lo montó en una patrulla…
Después me enteré
del error que cometí.
Por mi culpa, metieron
preso al vecino que cambió mi vida. Por mi culpa, las hijas del abuelo pasaron
a vivir sin su papá, como yo vivía con los míos. Por mi culpa, todos en el
barrio hablaban solo de mí y de lo que hacía con el abuelo. Por mi culpa, se
burlaban de mis papás en todas partes. Por mi culpa, Gabrielito, un niño que un
día me dijo que quería ser mi novio, me cortó la comunicación. Por mi culpa,
mis papás tuvieron que cambiarme de colegio, yo amaba en el que estaba. Por mi
culpa, debimos mudarnos de barrio... Por mi culpa, más nunca comí de esos
chocolates sabrosísimos.
Y hoy soy
consciente de que esas cosas hay que callárselas, debí ser reservada… Cuánta
falta me hacen los chocolates, más nunca volví a comer de aquellos. Eran
deliciosos, aún hoy se me hace agua la boca. Baba… Y cuánta falta me hace el
abuelo.
VIII
Ya yo no veía nada
malo en lo que hacía con mi vecino. De hecho, no pensé que lo fuera, porque mi
papá era su amigo y hablaba muy bien de él. Confianza. Así que un domingo, que
nunca voy a olvidar, decidí contarles, a la hora del almuerzo, todo lo que
pasaba en la casa de al lado. Ya me tenían harta sus insistentes preguntas y
mis respuestas de mentira.
Después de oírme, se
quedaron callados. Mi papá después golpeó la mesa y salió furioso a la calle,
con mi mamá llorando detrás. Allí supe que hice mal y sabía lo que se venía.
Escuché a lo lejos el grito de mi papá, un vaso (o una taza, no sé) quebrándose
y, más atrás, otro grito de mi mamá. Yo me fui a llorar a mi cuarto; me
encerré, con miedo, esperando que mi papá regresara para pegarme.
VII
—
Ahora los dulces no serán siempre, ¿ok? –llegó a decirme una vez, mientras me estrujaba entre
las piernas y se metía la otra mano en el bolsillo, como rascándose-
Volvieron los suecos y hasta me dio unos eslovenos (no sé de dónde eran esos), pero muy poquiticos, eran como uno cada quince días. Llegaron a aburrirme las fugas adonde él.
Pero igual iba, no quería quedar como ingrata, interesada. Y siempre era lo mismo:
entrepiernas, piernas, brazos, nalgas, un poquito más adentro cada vez… Él y
yo, en la soledad silenciosa de su cuarto. Clandestina.
VI
Un día mis papás
comenzaron a notar que algo extraño ocurría conmigo y con él.
—
Es que su hija es mi
mejor amiga -le dije a mi mamá, que me quedaba viendo con los ojos aguados- y
le gusta que yo vaya para allá. Lo juro.
—
¿Y no es Elena?
—
No sé, a ella más
nunca le hablé, creo que ahora tiene nuevas amigas.
Pero fui yo quien
pasó a tener un nuevo amigo, un cómplice de mi vicio.
Un día el viejito
comenzó a darme chocolates igualitos a los que yo veía en cualquier quiosco
cuando mi mamá me llevaba al colegio. Le pregunté por qué me estaba dando de
eso, qué había pasado con aquellos chocolates raros que traía de esos sitios
adonde él o su esposa viajaban y que eran mi perdición (así mismo se lo decía).
“Esos se acabaron, pero come estos, que son mejores”, me invitaba convincente.
Mi mamá me enseñó
también desde pequeña que a caballo regalado, no se le mira el colmillo. Yo,
practicante de mis valores, no le decía nada al viejo, pues tampoco quería
quedar como una malagradecida… Ya bastante hacía él con darme esas
deliciosuras.
V
Pasaron los días y
el horror de aquella tarde-noche se me fue pasando también poco a poco. El
abuelo seguía invitándome a su casa y regalándome chocolates. Aunque más nunca
lo vi como aquella primera vez, siempre que iba me tocaba y acariciaba las
crinejitas. Y entrepiernas y pecho y, a veces, nalgas. Y él también se tocaba
por la entrepierna, lanzándome besitos, con cara de contento, pero, a la vez,
como de malo. A veces me asustaba.
Los chocolates que me
daba eran cada vez más sabrosos. Los belgas, llegó a cambiarlos por unos que me
dijo que los compró su esposa en Francia y después me dio unos suizos (que
llegaron a ser mis favoritos)…
Poco a poco fui
perdiendo la desconfianza y comencé a tocarlo a él: entrepiernas, pecho. Me
explicaba que las niñas no les tocaban las nalgas a los hombres, por eso yo no
lo hacía con él. Él daba las instrucciones y yo seguía.
15 centímetros y
cada vez eran más grandes. Eran chocolates enormes y todos eran para mí. Yo, por
eso, llegué a amar al abuelo. Su casa, su cuarto. Los belgas, los de Francia y
después otros, que me dijo que eran de Estados Unidos, de los que comía Gothel…
Llegué a vivir solo por ir a ese sitio.
IV
Cuando llegué a la
casa, mis papás ya habían llegado. Estaban bravos y mi papá, con cara roja de
la rabia, me preguntó adónde me había ido. Le contesté, escondiendo los
chocolates y aguantando las ganas de llorar, que fui adonde Elena, mi mejor
amiga, porque a una de sus muñecas se le había partido un pie. Se lo juré.
—
¡Una niña de 9 años
no puede salir sin el permiso de su papá o de su mamá, coño! –gritó- ¡Vete ya
al cuarto, muchacha! ¡Y de ahí no sales, porque estás castigada!
Fui corriendo a mi
cuarto y rompí a llorar, mi papá nunca me había hablado así. Nunca me había
castigado. Me lancé en la cama.
Aquella imagen del
abuelo así, se quedó clavada en mi mente, como una espinita de tuna y no la
podía sacar. Qué dirían mis amigas si les contaba: iban a burlarse de mí.
Esa noche no cené,
mi papá no me dejó. Pero con los dos chocolates que me había traído, calmé el
hambre. Boté los papelitos en la poceta para que no me descubrieran, me eché en
la cama con los ojos pelados y la conciencia mala. No pude dormir.
Quería chocolate. Lo
juro, solo quería chocolate.
III
Quedé paralizada,
con los ojos aguados. Por primera vez veía a un hombre así. Él me miraba
sonriente y me hacía señas para que me acercara. Yo seguía inmóvil, el pecho me
temblaba, como si se me fuera a abrir del susto. Él se acercaba poco a poco.
Con una mano agarraba la caja y con la otra, una cosita que casi se le caía de
la entrepierna. Comenzó a tocarme el pecho, entre las piernas y me preguntaba
si me gustaba. Yo no sabía qué responderle. Lo único que me impedía salir
corriendo eran los chocolates. Lo juro, eran solo los chocolates.
El abuelo dijo, con
voz muy autoritaria, que no le contara a nadie, que si alguien llegaba a saber
eso, los chocolates belgas (así los llamaba) no serían más para mí.
Y callé. Me dio dos
chocolates y me dijo que ya era tarde, que un próximo día conversábamos. Salí
corriendo de ese cuarto, del tiro tumbé una lámpara de una de las mesas de la
sala, abrí la puerta después de forcejear un rato y salí, bañada en sudor,
hecha pánico.
II
Llegué, toqué la
puerta y él abrió. Me saludó sonriente, me dio un beso en el cachete y me dijo
que esperara en el sofá, que él iba a buscar los chocolates. Me senté contenta,
sonriente, explorando la bonita sala, era como un palacio de cuento de hadas.
Me recibió un bello tapete, de los que mi mamá decía que eran de anudado en
telar vertical, horizontal o algo así. Había lámparas de arte country de todos
los colores y por todas partes y sobresalían los colores rosado, anaranjado y
amarillo: se notaba que las hijas del abuelo sí eran consentidas en ese sitio.
Los muebles eran muy cómodos o, por lo menos, así era en el que yo me senté.
Nunca había visto
una pantalla de televisión tan grande en mi vida: era un plasma. Creo que así
lo llamaba mi papá o, por lo menos, ese era el que él se moría por tener en la
casa. Tenía sintonizado el canal de comiquitas, me pareció extraño que un viejito
de esa edad viera comiquitas. Estaban dando mi película favorita: Enredados. Contenta y muy a gusto, me
senté, tomé el control y comencé a cambiar los canales. Eran muchos, muchos,
muchos. No sabía que podía haber tantos canales en un solo televisor.
Me entretuve y
cuando vi la ventana, me di cuenta de que estaba anocheciendo. Ya hasta me
había olvidado de lo que iba a hacer yo allá y del abuelo. Él no volvió más
adonde yo estaba. Me asusté, no solo por verme sola en aquel sitio, sino porque
ya era hora de que mis papás estuvieran en casa y estaba casi segura de que me
iban a castigar por haber salido sin su permiso.
—
¡¿Qué se hizo,
abuelo?! –le grité-
—
Aquí estoy, ven a
ayudarme, que no alcanzo la caja –gritó él, con voz de quien hacía fuerza-.
Me sorprendió que
respondiera tan rápido y salí corriendo al cuarto desde donde salía la voz. Allí
estaba él, completamente desnudo y con la caja en las manos.
I
Mis papás solían
salir en las tardes, a eso de las cinco o seis… A trotar; a pasear a Bufón, el
perro; a ver el atardecer; a hablar… Qué sé yo… Salían y me dejaban sola,
jugando con mis muñecas y mis vestidos, viendo televisión, bañándome, hablando
por teléfono con Gabrielito o lo que sea que me gustara hacer. No desconfiaban,
pues desde pequeña he sido juiciosa y consciente de cuándo corro peligro.
Una tarde, después
de unos minutos de mis papás haber salido, el vecino de al lado tocó la puerta
de la casa. Como lo conocía y era de confianza, le abrí. “Hola, princesita,
¿cómo estás?”, me saludó. No le respondí, solo quedé viendo la hermosa cajita
que traía en las manos: unos bombones, que después supe eran originales de
Bélgica. Decían Godiva o Govida, algo así. Me dio de probar uno,
me encantó, pues siempre he sido, más que fanática, adicta al chocolate. Y
después de eso, me volví mucho más adicta… dependiente.
El vecino, a quienes
mis amigas y yo llamábamos “el abuelo”, por cariño, me dijo que sabía que me
encantaban esos dulces y que se llevaría la caja para su casa, que allí
estarían para que los comiera cuando quisiera. Y se fue. Yo, sin pensarlo dos
veces, corrí a mi cuarto, apagué el televisor, guardé mis muñecas, me cambié de
vestido, arreglé un poco todo para que mis papás no se molestaran y salí
corriendo a casa del abuelo… Era inocente de que esos chocolates cambiarían mi
vida.
Nota: Esta es una
versión libre de un caso de la vida real.
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