Qué distinto hubiese sido si
los políticos hubiesen trabajado por países en los que sus ciudadanos esperaran
más de sí mismos para crecer que de otros
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Tomada de: José María Marco. |
Por: @PedroDeMendonca
Desde
muy pequeño, mi padre me enseñó que, para crecer, superarme y lograr objetivos,
debo trabajar duro. El trabajo es el que hace que toda persona salga adelante y
viva con bienestar. Me lo enseñaba con su ejemplo diario. Él pertenece a ese
lote de madeirenses que llegó a Venezuela en los años 80 “con una mano adelante
y la otra atrás”. Fue con sacrificio, comenzando de cero, que logró obtener
todos los beneficios de los que hoy goza.
Lee también: Los agricultores desviados de las petroleras de
Curazao, de Correio da Venezuela.
Ciertamente,
no vive en la opulencia (nunca fue esa su ambición), pero ha experimentado a lo
largo de su vida un crecimiento sostenido, con dignidad. Y lo logró sin
asistencia de ningún Estado. Mi papá me enseñó que la independencia, la libertad,
es fundamental para que una persona crezca conforme sus propias aspiraciones,
que jamás podrán ser las mismas que las de los demás.
No
es que mi papá vivió aislado de todos. Al contrario: al principio, fue empleado
de quienes generaban riquezas y hoy él genera empleos. Tampoco es que mi papá
ha arreglado los asuntos a la fuerza: ha acudido al Estado para denunciar
acciones que han violentado su propiedad y dignidad, como uno que otro robo. Ha
sido eso realmente lo único que ha esperado de la política: acciones ante
transgresiones que lo han violentado.
Cuando
el profesor de la clase me pregunta si la crisis de la democracia se debe a
factores coyunturales, locales o universales, yo pienso, más bien, que la
democracia ha encontrado su agresor en los mismos que la practican y, más aún,
dicen defenderla.
Ya
nos han enseñado que la democracia es lo que es: la alternabilidad en el poder,
que debe ser limitado para garantizar la propiedad privada y la libertad;
mediante un sistema de reglas claras, establecidas en una Constitución. Por
eso, la crisis de la democracia no es relativa a su esencia o a cuestiones
coyunturales de uno u otro país. La crisis de la democracia se halla en
factores prácticos.
Los
políticos, que tienen como base de sus proyectos y discursos a la chocante
“igualdad y justicia social”, han reforzado la idea de que la democracia y la
política están para hacerle y resolverle la vida a la gente o, como en casos
extremos como el venezolano, de llevarle la comida a la mesa. Cuando los
políticos ofrecen eso para llegar al poder y no lo cumplen (vaya tozudez,
prometer la igualdad de seres humanos esencialmente desiguales), se crean en
los ciudadanos frustraciones y desencantos.
Como
apunta Ángel Rivero en su texto La
crisis de la socialdemocracia en Europa, el “consenso
socialdemócrata” de la posguerra encontró justificación en aquel momento
histórico, pues había una realidad demoledora de grandes mayorías con sus
pertenencias arrasadas y sus probabilidades de ascenso, reducidas. Así, se creó
el “Estado del bienestar”: el Estado garantizaba “…seguridad social, servicio
nacional de salud, educación universal, ayudas al acceso a la vivienda,
derechos laborales, etc. Este modelo fue adoptado por todos los partidos
democráticos europeos”, como dice Rivero en su texto. Pero ese “consenso
socialdemócrata” no fue un plan coyuntural, sino que, por el contrario, se
convirtió en el mayor arraigo democrático, no solo en Europa, sino en gran
parte del mundo occidental. Los políticos encontraron (con sus matices) en el
“Estado de bienestar” la forma perfecta para convertir a los ciudadanos en
clientes: votos a cambio de comida barata, llaves de viviendas dadas en las
manos, uniformes escolares gratis, etc. Y, en lugar de modelar a una ciudadanía
independiente, modelaron a gente acostumbrada a interesarse por la política
solo con el interés de recibir regalos.
En el video: La gran propuesta política de Manuel Rosales en las elecciones presidenciales venezolanas de 2006: repartir la renta petrolera a todos los ciudadanos, mediante un depósito mensual en una cuenta bancaria.
Esto
ha planteado serios desafíos en los países democráticos (socialdemócratas),
porque, en unos antes que en otros, la realidad le ha chocado en la cara a los
políticos: todo servicio “gratuito” para asegurar esa “justicia social” tiene
que ser financiado con un dinero que sale de alguna parte. Y el dinero no crece
de los árboles, el dinero surge del trabajo de los hombres. Y, en el caso del
Estado, ese dinero sale, en principio, de los impuestos y, en unos casos más
que en otros, del control de ciertas empresas (en varios estados
latinoamericanos, como el boliviano o el venezolano, donde el Estado conforma
monopolios). Es así como, sin poder endeudarse más, muchos Estados han tenido
que recortar las regalías, produciendo desencanto en una población a la que se
le enseñó, hasta en currículos escolares, que el Estado debe aportarlo todo o
casi todo.
Y
es allí donde a los populistas se les encienden las luces: es momento -dicen-
de lograr esa “igualdad social posible”, acabando con los políticos corruptos y
logrando que el poder y los recursos sean manejados directamente por el pueblo.
Es prescindible ahondar acá en los resultados de grupos que han llegado al
poder con estas promesas: véase, por mencionar solo cinco casos, los abusos de
poder en Bolivia, Ecuador, Brasil, la Argentina de los Kirchner y Venezuela.
Recuerdo
otra frase, que mi papá me repetía siempre: “No gastes lo que no tienes, guarda
para cuando necesites”.
Qué
distinta hubiese sido nuestra historia política si los políticos, en lugar de
fomentar el clientelismo, hubiesen entendido que el desarrollo personal (de
ellos, inclusive) tiene probabilidades más fuertes cuando se convive y se
interrelaciona con individuos desarrollados, superados, libres. Qué distinto
hubiese sido si los políticos hubiesen trabajado por países en los que sus
ciudadanos esperaran más de sí mismos para crecer que de otros.
Hoy
seguramente los fantasmas populistas no estarían asustando y la democracia no
estaría amenazada. Es por eso que, ante el crecimiento de la conciencia de los
ciudadanos de que tampoco los populistas son la vía (véase el desmoronamiento
del favoritismo por la izquierda en la misma Bolivia, Ecuador, Brasil,
Argentina y Venezuela), los políticos de hoy tienen por delante a un gran desafío
y una gran oportunidad.
La
gente hoy demanda autenticidad y eso es lo que está esperando de sus políticos.
Y es la honestidad y la autenticidad la que nos hacen merecedores de confianza.
¿O no fue eso lo que nos enseñaron en casa?
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